Vivimos tiempos difíciles en todos los continentes. El agravamiento de situaciones verdaderamente escandalosas nos dejan sin aire. Hoy más que nunca, por tanto, se requiere la unión entre los moradores de la tierra, al menos para hacer frente al aluvión de crisis convergentes que nos acechan, que son considerables y variadas. Para empezar, tenemos que hallar otros vientos más humanos y saludables. Nos movemos en un ambiente contaminante que nos amortaja el alma. La sociedad tiene que soportar los elevados costos de este espíritu corrupto que nos está dejando sin fuerza; y, lo que es peor, sin vida para poder renacer y levantarnos. Son multitud las penurias que han de soportar muchos de nuestros análogos. Necesitamos respirar otras atmósferas menos repelentes, que donen vida y no la resten, que siembren paz y no conflictos, que generen lenguajes de amor y no de venganza. Porque, al fin, la desolación que soportamos es tan fuerte que hemos enfermado por completo.
Sin duda, la capacidad de entusiasmo se ha devaluado, en parte por esa ausencia de salud espiritual de nuestro propio linaje. Requerimos de otros ojos, de otros oídos y de otro tacto, para batallar por unos horizontes mucho más regeneradores. Andamos a la deriva y esto no es bueno para nadie. El soplo asistencial tiene que caminar por todos los rincones del mundo. Hay que ampliar el acceso humanitario si queremos vislumbrar un futuro más equitativo. Todas las culturas tenemos que hablar con una sola voz, para conciliar actitudes y mantener los derechos humanos, para poder ser agentes reconciliadores, mujeres y hombres de paz. También los que nadan en riquezas, tampoco se sentirán tranquilos, si no cuentan con la estimación de los demás. Así, pues, para salir de este desánimo circundante, la mejor terapia es la de tomar otras miradas que modifiquen nuestros interiores, el propio corazón, para entonar el cambio de la unidad reconciliada. Al fin y al cabo, lo trascendente, es poder dormir sin miedo y despertarse sin angustias.
Precisamente, esta sociedad dominadora y salvaje, requiere con urgencia hablar claro y profundo, para poder emigrar de este suicidio global que es la violación de la verdad. No hay mayor tormento que la mentira permanente. La falsedad nos tritura ese aire libre que todos precisamos para transitar por la vida. Por desgracia, nos pasamos el tiempo desacreditándonos unos a otros, hasta llegar a la diabólica expresión perversa que aviva los conflictos y fomenta las divisiones. De este modo, no podemos saltar de este enjambre de crisis. Desde luego, el mejor antídoto contra este torrente de simulaciones, no son tanto las tácticas tomadas como el propio talante de las personas, dispuestas a entrar en sintonía, a comprenderse y a entenderse a través de un diálogo sincero entre todos y con todos, que es lo que en verdad tienen el potencial de transformar nuestras vidas y también nuestro planeta a través de una auténtica energía, capaz de armonizar modos y modales, a la hora de cohabitar y de coexistir.
En consecuencia, nunca es tarde para alejarse de las múltiples crisis humanitarias que nos dejan sin respiración; de ahí, lo importante que es mantener el abrazo permanente y las fronteras abiertas. Echémosle imaginación al momento, no perdamos el afán y tampoco el desvelo para cancelar una época e inaugurar otra, promoviendo actuaciones responsables, fuertemente atraídas por el ideal de lo solidario. Los vínculos siempre están ahí, ayudando a vivir los momentos de dificultad, haciendo familia, creciendo en tronco, progresando en rama en suma. Ciertamente, puede que tengamos que atravesar el rio para ver nuevas perspectivas, donde impere la voz de lo justo y no quede ahogada por el injusto fragor de las armas. Hay que desarmarse. El propósito ha de ser otro. Vuelva la palabra a nosotros como espejo de reacción y acción fecunda, retorne la esencia de los ideales a nuestras vidas, reaparezca como estimulante vital la esperanza entre las nubes; porque en este andar por aquí abajo, siempre hay que morir varias veces para después resurgir. Que lo sepamos.