Estamos en la década de la acción. Setenta y cinco años después de la derrota nazi, la paz y la unidad son más ineludibles que nunca. Para empezar, considero que no hay otro deber más importante que tener el valor de ver nuestras propias tinieblas para que, en línea con la agenda 2030, propiciemos el cambio, empezando por reconstruir con más equidad nuestra actividad económica. Por cierto, hace tiempo que dicha organización enfermó, hasta dejarnos sin corazón alguno. Ese calor humano interesado, no entiende de abrazos ni de compartir nada, tampoco cotiza como es natural en alma humana, debido al gran numero de necesitados. Cada día proliferan más las políticas inhumanas, dispuestas a hacer más ricos a los que más tienen y más empobrecidos a los pobres. Desde luego, esta atmósfera vírica de desigualdades no puede ganarnos la batalla, pedimos trabajar todos unidos, por un crecimiento económico más justo, que considere en todo momento los valores humanos fundamentales, pues si vital es saber gastar, aún mejor es, no pecar de ignorancia, y ofrecer cruciales ocasiones de prosperidad compartida.
Con todo este espíritu confuso, reconozco que me desagrada observar la ausencia de ejercicio colectivo. En este sentido, hay una pasividad manifiesta que nos deshumaniza. Ciertamente, contamos con una degradación humana obsesiva, de no ver más allá del poder y de la posesión. Algo que nos deja sin legitimidad alguna; y, lo que es peor aún, nos insensibiliza por completo, convirtiéndonos en una especie feroz, egoísta al máximo, calculadora y dominante. Por otra parte, hemos de admitir que nos falta entusiasmo para poder activar ese bien colectivo, del que todos hablan, pero que muy pocos cultivan con honestidad y honradez. Comencemos por achicar nuestras propias miserias humanas, de forma que a ninguno le falte lo esencial para poder vivir, entonces verdaderamente injertaremos esperanza en el mundo, tan perdida en el tiempo actual, y podremos regenerar un orbe, con más poesía que poder, con más ternura que pedradas entre similares. Por tanto, me niego a que nos continúe gobernando la dictadura de las finanzas, pues la tutela del dios dinero, no es clemente jamás, a no ser que se propaguen los recursos entre toda la humanidad, sin marginar a nadie.
Personalmente, a mi me resulta muy difícil cerrar mis labios cuando he abierto el alma como el olmo al celeste cielo. Veo que tenemos que reconciliarnos con el espíritu de la bondad, y practicar la virtud de donarse sin venderse. No pongamos precio a vida humana. Quitemos el derroche de nuestro diario de vida. Proporcionemos alientos de amor y verdad, principalmente en los aspectos relacionados con la educación, la salud y la buena gobernanza. No vayamos a hacer carrera sanguinaria. Sin duda, todos podremos hacer más y mejor, comenzando por proteger lo más inmediato a nosotros, nuestro propio entorno. Las sociedades cohesionadas son las que verdaderamente avanzan. Necesitamos prepararnos en la búsqueda de otros horizontes más sensibles con el ser humano. Generemos inmunidad interior. Comencemos por romper tantas cadenas impuestas, estimulando la producción solidaria del acompañamiento, sobre todo en relación con los más vulnerables.
Dejarse acompañar es hacer familia, construir esa unidad armónica para poder emprender acciones efectivas universales, nos ayudará a salir de cualquier falsedad, pues la mejor luz es un corazón entregado a ser auténtico apoyo. Lo cardinal es no tener miedo a transitar en el abrazo permanente, entre sí y con la creación, que es la que verdaderamente nos ilumina a pensar, a sentir y a hacer. Por eso, hemos de trabajar con la sabiduría de quien porta unos labios tiernos, de quien acaricia con la mirada, y muestra el sentido de pertenencia. Todos nos pertenecemos, con nuestras raíces y nuestras ramas diversas. Esto es lo que nos hace únicos y grandes. Dejemos de engañarnos, y no lo digo solo como una filosofía de vida, sino también como una estética de comportamiento fiel a uno mismo.
Los sembradores del terror, que los hay y muchos por todo el planeta, intentan, no obstante, mancharnos de miedo, incertidumbre y división en la sociedad, todo lo contrario para ganar sosiego frente a los numerosos desafíos que nos sobrecogen. De ahí, lo fundamental que es poner en el centro a las personas, respetar sus rastros y ver sus rostros. Al fin y al cabo, todos estamos vinculados. Esto deberíamos entenderlo y extenderlo. Posiblemente, a la sazón, habría más luz para todos. Por lo pronto, me niego a aceptar que aquel que busca la esperanza cruzando el mar muera sin recibir auxilio alguno. Seguramente el Mediterráneo sea uno de los mayores cementerios. También me castigo a mí mismo, junto al que busca realizarse con un trabajo decente y no lo encuentra, hallando la exclusión permanente. Somos así de piedras. O el activo de esas personas mayores a las que se les recluye, impidiéndoles vivir dinámicos. Ojalá rectifiquemos y rehagamos ilusiones. Rompamos muros y juntemos hombros. Eliminemos necedades y salvajismos. Abramos puertas y abracémonos. Que lo significativo es hacer comunidad y darnos vida unos a otros. De ningún modo, muerte.