Vivimos en la apariencia del cuerpo, mientras el escenario del alma camina en la tristeza muchas veces. Necesitamos modificar rastros dejados y, por sí mismo, el rostro de una gran sonrisa modificará nuestros comportamientos. Lo importante es dejarse sorprender por el hechizo de la ternura en el corazón y, tras de sí, llegará el añorado cambio. Hace tiempo que los miembros más vulnerables de la sociedad son la víctima de cualquier contienda. Se me ocurre pensar en esos niños víctimas del reclutamiento como soldados, de los ataques contra escuelas y hospitales, o de la misma violencia sexual y secuestro. Desde luego, no podemos continuar permaneciendo insensibles ante esta situación que nos amortaja el carácter pensante y humano. La inhumanidad hay que desterrarla de nuestras vidas. Siempre debemos encontrar un nuevo amanecer, capaz de despertarnos de este oleaje de maltratos físicos, mentales y emocionales; haciéndonos repensar, sobre el deber que tenemos de custodiarlo todo y de protegernos mutuamente unos a otros. De lo contrario, tendremos que proseguir sollozando e interrogándonos, ¿si la vida es amarga o si el amargado soy yo?
Sea como fuere, los tristes rostros caminan por todas las rutas existenciales, a la espera de un mejor aliento conciliador y restaurador, en respuesta a tantos atropellos de gente indefensa. Personalmente, hace tiempo que vengo denunciando este virus degradante, que todo lo destruye, comenzando por la propia naturaleza del ser y del ambiente que le rodea. Indudablemente, y a tenor de los hechos, quizás sea hora de ser más conscientes de nuestras acciones. Tal vez tengamos que modificar, nuestros propios hábitos, para lograr un bienestar más auténtico y universal. Considero que necesitamos imaginar otras atmósferas más puras, en base a otros caminantes más restauradores, pues si vital es revivir bosques y tierras de cultivo, desde la cima de las montañas hasta las profundidades del mar, también es trascendente percibir otras sensaciones más libres para cuando menos poder respirar sin temor a nada ni a nadie. Si acaso, con el consuelo de la regeneración del instante preciso y prodigioso, que nos alegrará de vernos en familia, reconstruyendo humanidad.
¡Nunca pensé que en el mundo hubiese tanta tristeza!, lo confieso. Nuestro rostro cambiará en la medida que ejercitemos nuestra mirada interior, y practiquemos el espíritu reconciliador con todo y hacia todos. La primera contienda se gana uno consigo mismo. Sin paz interna nada se regenera. Necesitamos revestirnos, por tanto, de otros gozos que nos alegren la vida, para sostener el camino de los anhelos, que son los que en realidad, nos impulsan a saltar todas las barreras que nos encierran en nuestras estériles pasividades y pesimismos. Lo significativo es resurgir y renovarse, embellecer en la poesía y no sepultarse en las miserias. Dejémonos sorprender por el diario de los andares, hagamos propósito de revisión al final de la jornada y propiciemos que la rectificación de los latidos transforme nuestro débil palpitar. Devolvamos vida y alegría. Hagamos las paces entre nosotros e, igualmente, con la naturaleza. Es nuestra última oportunidad para corregir el rumbo tomado. Fuera guerras y fuera garras deshumanizantes. Seamos dinámicos, no vehementes; enérgicos, tampoco cobardes. Es nuestro tiempo; el momento del regocijo y del entusiasmo de armar jaleo. No tengamos pereza de salir de esta agónica tristeza. Tampoco caigamos en la melancolía.
¡Qué no decaiga el ánimo! Es público y notorio, que el vicio de la tristeza puede matarnos antes que el CORONAVIRUS; de ahí, la necesidad de cultivar nuevas búsquedas para poder salir de este momento triste y de tanto dolor, como el que actualmente viven los refugiados y migrantes, que no suelen hallar cobijo ni amparo alguno, teniendo que presenciar situaciones extremadamente injustas y fuertes. Escuchar a seres indefensos, que soportan el doble impacto del éxodo y la explotación, decir que no quieren vivir porque para ellos no tiene sentido la vida, es de una dureza tan grande que nos deja sin palabras. Ojalá aprendamos a estar en guardia y atentos al grito de esas gentes privadas de sus derechos, para ofrecerles un corazón que sepa sufrir con ellos. No hay mayor signo de amor que el estar ahí, calmando dolores, ofreciendo acompañamiento perenne. En consecuencia, frente a este cúmulo de dramas, es menester ofrecer otros itinerarios de recuperación humanística; y, la mejor forma de hacerlo, pasa por encontrar el sendero de la esperanza contra nuestro calvario. Hundirse no es nuestra misión, sino renacer siempre a la vida, bajo la sombra del asombro matinal y la reflexiva tarde del ocaso. Levantarse es lo nuestro. Siempre hay un viento a nuestro favor. Demandémoslo.