Aunque sea un estereotipo, ese cómodo mueble para tumbarse que ineludiblemente relacionamos con la psicoterapia, lo imagino como el escenario idílico para la autorreflexión. Mi amigo, el psiquiatra colombiano, samario, para más señas, Haroldo Martínez, recordaba esta semana en un escrito público que el 10 de octubre fue instituido como el Día Mundial de la Salud Mental, por la Federación Mundial para la Salud Mental y la Organización Mundial de la Salud (OMS).
En un calendario plagado de ‘días de...’ me parece extraño, le escribí por whatsapp al Dr. Martínez, ‘Pipo’ para los amigos, la declaración tan reciente, año 95, de una fecha dedicada a concienciar sobre una de las áreas históricamente más desatendidas de la salud pública.
La OMS apunta que 1000 millones de personas viven con un trastorno mental, 3 millones mueren cada año por el consumo nocivo de alcohol y una persona se suicida cada 40 segundos. Y pocas, advierte la misma OMS, son las personas en todo el mundo las que tienen acceso a servicios de salud mental de calidad.
Hemos leído, visto o comprobado en casos de nuestro entorno la afección del nuevo coronavirus en el comportamiento de personas que gozaban de buena salud. Estrés, ansiedad o depresión no solo han menoscabado el estado de bienestar de personas sanas, mayores y no tan mayores, sino que sigue provocando repercusiones adicionales en personas que padecían enfermedades mentales antes de la declaración de la pandemia.
En el lenguaje callejero solemos decir tal o cual persona “está fatal” o “el (la) pobrecito (a) no está bien de la cabeza”, cuando atenuamos nuestra voracidad en forma de sentencia científica, sin tener ni puñetera idea del fondo del problema. Así estamos de fatal los autodeclarados cuerdos.
El Dr. Martínez también advertía en su reflexión en voz alta que “es muy difícil tener salud mental para una persona responsable que sabe que debe cubrir unos gastos insoslayables para la supervivencia”. Ahí nos tocaste a todos y todas, amigo, y más este año en el que ninguno está libre de pecado.
Es cruel, muy cruel: “la falta de dinero no es una enfermedad mental pero, ante esa realidad, no se puede fingir demencia y menos pensar que una pastilla lo va a resolver”. Todos al diván.
Y si ya estamos perturbados, como está perturbada y desbordada la sanidad, que ruega más atención económica y mayor atención para sus profesionales y pacientes, el covid-19 encima ha desestabilizado los servicios de salud mental esenciales del 93 por ciento de los países del mundo, mientras sigue en ascenso la demanda de atención de salud mental.
No es la ficción de los trastornos mentales que plasmó genialmente García Márquez en Cien Años de Soledad describiendo comportamientos esquizofrénicos del patriarca José Arcadio Buendía, que alteraba su realidad, al igual que lo hacía su mujer, Úrsula Iguarán, dibujando, los dos, la suya propia. Claro, forma parte del realismo mágico creado por el autor de la novela. La nuestra es la cruda realidad que de pronto tiene similitudes con la historia de Gabo, pero que no podemos resolver a través de la literatura. No vamos a amarrar a nadie a un árbol como murió José Arcadio Buendía ante la mirada cómplice de sus descendientes.
El encierro y la escasez de recursos económicos han sido este año los factores más influyentes en el aumento de casos de depresión y ansiedad. Cuando detectemos cambios bruscos de comportamiento en nosotros mismos o en nuestros seres más queridos, es hora de pedir asistencia profesional porque aparece el principal síntoma de trastorno mental alguno. “Depresión, exceso de pasado. Ansiedad, exceso de futuro”. No es frase del Dr. Martínez, pero ante unas inquietudes que le trasladé me la hizo llegar para concretar este complejo mundo de alteraciones de nuestro disco duro.