Grabando hace escasos días en el pueblo lanzaroteño de Femés un vídeo con motivo del Día Internacional de las Mujeres Rurales, designado el 15 de octubre por Naciones Unidas como una iniciativa más para promover la igualdad de género, empoderar a la mujer y valorar también la fuerza laboral de su trabajo en el campo y su repercusión social y económica, me sorprendió positivamente la convicción con la que las dos jóvenes protagonistas del vídeo, las hermanas Dalia y Claudia Reyes Pérez, han asumido el relevo generacional en la empresa familiar de granja lechera caprina y elaboración de quesos a pesar de haberse formado con grado en Ingeniería Náutica y Transporte Marítimo y Turismo, respectivamente.
Es una apuesta decidida por un negocio rentable que es verdad que no solo garantiza la continuidad de la empresa, que por lo que hablé con ellas no tienen pinta de tirar la toalla, sino que asegura su sustento personal en un momento en el que los jóvenes formados y no formados tienen serias dificultades para vincularse al mercado laboral.
Pero aparte de este motivo puramente económico, me llamó especialmente la atención el orgullo que sienten y la forma como se expresan de sus raíces. Y no es un asunto menor porque en España preocupa la despoblación rural y la pérdida de la identidad cultural de los pueblos precisamente por la falta de arraigo y el abandono de pequeñas localidades, un tema que ha sido fuente de debate en círculos académicos.
En la adolescencia, apuntan los entendidos, es cuando el individuo puede llegar a renegar más de sus orígenes. Y renegar de los orígenes no es el hecho de irse de un pueblo, que es de sentido común hacerlo porque si la persona tiene expectativas de estudiar o trabajar en áreas como la ciencia, las artes, la industria o cualquier otra, pues es lógico la búsqueda de nuevas plazas.
Otro planteamiento bien distinto es querer borrar de dónde venimos o desprendernos de valores, tradiciones, símbolos y de parte o todo el conjunto que enriquece nuestra cultura hasta desvirtuar nuestro sentido de pertenencia, nuestra identidad. Es como convertirnos en una especie de sujetos ‘kitsch’, que en el mundo del arte traduce obras de adorno, sin conciencia estética, de mal gusto o de respuesta simple a la demanda del mercado.
Y es triste porque si rebobinamos, allí en nuestro hogar, barrio, pueblo o ciudad fue donde nacimos, crecimos, interactuamos y nos divertimos, en la plaza o en la esquina del movimiento, donde aprendimos y cultivamos, en la universidad de la vida, donde reímos, donde lloramos, todo un cúmulo de aprendizaje y emociones que nos acompañarán toda la vida, estemos aquí o allá.
Cuando me encuentro con mi amigo Nino Díaz casi siempre hablamos de ese momento de alegría del reencuentro con la tierra. Él está mucho más cerca de Lanzarote, de su pueblo natal de Tías, trabajando en Berlín componiendo y dirigiendo orquestas de música clásica y echando para adelante proyectos culturales, en cambio Canarias me pilla unos cuantos miles de kilómetros lejos de mi Barranquilla, pero sí que ambos damos mucho valor a toda la esencia que ayudó a construirnos como personas y el placer y valía que representa alimentarnos de distintas culturas.
Y termino como termina el vídeo de la mujer rural: “siento que hago lo que tengo que hacer, con quien lo tengo que hacer porque nos hemos criado en este entorno, es nuestra forma de vida, y al final es nuestra identidad”.