La realidad es a veces mucho más sorprendente, para bien y para mal, que la más elaborada puesta en escena cinematográfica. Por pura casualidad, hace dos semanas asistí a un matiné de autocine en plena calle de la ciudad de Arrecife, capital de Lanzarote, cuando acababa de aparcar y apagar el motor del vehículo a la espera de la llamada de mi mujer que cumplía cita en un centro sanitario cercano.
Y tararí tararí, justo enfrente, a unos 50 metros de mi localización, empieza el cortometraje en un callejón de un residencial; sin guión y sin director, sin Marcelo Mastroianni ni la famosa rubia Anita Ekberg de ‘La Dolce Vita’, aunque la secuencia sí que parecía iluminada por el ojo observador neorrealista del maestro Federico Fellinni (1920 – 1993).
Me resulta imposible describir la unidad narrativa con lujo de detalles, pero lo intento porque ese corto se empeñó en restregarme una milésima parte de componentes de nuestra realidad social.
La discusión de dos familias que “conviven” puerta con puerta iba encendiéndose con gritos e insultos con algún que otro empujón de bando propio para evitar llegar a las manos, mientras que esos mismos que intentaban apaciguar los ánimos también lanzaban su punta de improperios.
Entre tanto, como fondo de la escena principal, aparecían en el mismo callejón cabezas y cuerpos enteros que se asomaban para no perder prenda al espectáculo. También vecinos del callejón contiguo se les veía salir por encima de los muros de cerramiento de sus viviendas para seguir de cerca el altercado.
Apareció entonces una actriz secundaria con mucho más protagonismo que los curiosos figurantes. Nada menos que una señora de edad que intentaba desesperada zigzaguear el meollo del drama para salir del callejón y alcanzar la calle portando un equipo en un pequeño maletín del que salían sondas que iban a sus fosas nasales.
De pronto, hubo un momento de sosiego y la escena quedó limpia, sin actores, como cuando en el minuto de descanso de un combate de boxeo los contrincantes van a la esquina del ring a escuchar maltrechos los consejos de sus entrenadores mientras los embadurnan de vaselina.
Y como los boxeadores que saltan al centro del cuadrilátero con el sonar de la campana, en mi peli de tintes fellinescos, protagonistas y figurantes volvieron al ruedo a la segunda escena de la secuencia, esta vez sí todos con mascarillas, como presintiendo la llegada de la Policía.
Dos agentes se personaron en el lugar de los hechos para mediar con poca fortuna en sus primeros minutos de tanteo, pero en ese momento sonó mi teléfono, así que emprendí la marcha y no pude ver the end.
Los desacuerdos forman parte de la vida misma, somos distintos y no hay ni habrá unidad de pensamiento, afortunadamente, además, ¡qué aburrido sería!, pero comportamientos animales sonrojan y dejan en entredicho nuestras capacidades de seres vivos superiores para dirimir conflictos de forma racional.
Ahora que parece que se asoma un rayo de luz en esta pesadilla de más de un año, echamos en falta esa nueva sociedad que se iba a construir a punta de duros golpes o esas enseñanzas que cambiarían nuestra forma de actuar para siempre, no obstante, seguimos empecinados en acabarnos, en no contribuir a la convivencia, y en una coyuntura como la actual, en dar al traste con pasos adelante conseguidos en la lucha contra el covid-19.
Esta semana sin embargo recibí un balón de oxígeno de esperanza, de reflexión y de ganas de echar para adelante. Moderé un debate transmitido por Youtube participado por ocho jóvenes, de 14 a 16 años, que desde su rol de estudiantes de tercer año de Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) y su experiencia en la sociedad aportaron inquietudes valiosas sobre la vida en su municipio, reivindicaciones y propuestas de mejora, expresadas de forma sosegada y brillante, toda una invitación a la escucha y atención. Vaya alivio. Fellini decía: “estamos construidos en memoria, somos a la vez la infancia, la adolescencia, la vejez y la madurez”.