Aunque ya me había echado un pequeño aperitivo el jueves, empecé a embriagarme desde el viernes y no paré hasta el sábado. Lo hice no para disimular mi tristeza porque mi hermana Ivonne cumplió el pasado 28 de octubre cinco años de fallecida, ni por el recuerdo del absurdo accidente en una playa de Lanzarote que el 19 de octubre de 2018 se llevó la vida de mi amigo Arturo Escarda, a quienes familiares y allegados seguiremos echando de menos, como bien me apuntaba otro gran amigo, Antonio Morales, que también tiene muy presentes estas fechas.
Todo lo contrario, me emborraché de arte, y sin control, con la doble satisfacción de saber que los espectáculos siguen cogiendo vuelo después de meses tristes de pandemia y comprobar que podemos acceder a muchos de ellos de forma totalmente gratuita, un incentivo que sin embargo parece insuficiente para la pachorra de unos muchos que necesitan el ofrecimiento de ron y comida.
Disfruté el viernes en plaza pública de la actuación del tenor lanzaroteño Pancho Corujo, hijo de una extensa familia vinculada al folklore canario, con quien no hablaba desde una entrevista que le hice para prensa escrita en tiempos en los que ya era reconocido como una promisoria figura de la música lírica mientras adelantaba estudios en la isla de Tenerife e Italia.
Pancho, que estudia y trabaja ahora en Madrid y se mueve desde allí para cumplir compromisos profesionales como el de este fin de semana en el municipio de Yaiza, me dijo que estaba feliz de volver después de más de diez años sin pisar un escenario del sur de Lanzarote.
Y si es una alegría para el artista también lo es para quienes disfrutamos de la interpretación de su repertorio musical. No es casualidad que sea un habitual de galas de ópera en España e Italia, solicitado por artistas de talla internacional como Plácido Domingo. Pues bien, y si fue un placer disfrutar de su voz acompañado en el piano por Juan Francisco Parra, es realmente decepcionante el escaso público asistente. Como anécdota, aunque el acto era gratuito, el recinto estaba vallado por las medidas frente a la pandemia, por lo que el acceso estaba limitado a una sola puerta de entrada.
Vi a una pareja mayor que desde fuera contemplaba embelesada la actuación y me acerque a la valla para informarles que ambos podían entrar y sentarse si así lo querían. No dudaron en hacerlo y solo cuando me transmitieron encantados su gratitud entendí que les había hecho un buen regalo.
Mi ingesta de “alcohol” continuó el sábado, también en Yaiza, esta vez con una obra escénica dirigida por un trotamundos del teatro lanzaroteño, Salvador Leal. Corta en tiempo, tres actos continuos con narración escénica de hechos históricos sin diálogos, pero inmensa en creatividad y riquísima en lenguaje no verbal, en atrezo, en música, en efectos de sonido e iluminación.
Con poca asistencia de jóvenes, el patio de butacas estaba lleno, pero había posibilidad de ampliar el aforo si asistía mucho más público, entonces me pregunté: ¿cuántas horas de clases se hubieran ahorrado los profesores o explicaciones las familias si unos y otros hubiéramos echado un empujoncito para que chicos y chicas conocieran un poquito más la historia y valores patrimoniales de su tierra de una forma claramente más divertida?
En la primera línea de esta columna dije que el jueves me preparaba para la borrachera del fin de semana. El aperitivo fue el debate en torno al libro Nacionalismo canario 3.0 con presencia de su autor, Enrique Bethencourt, que entre otras reflexiones destacaba el divorcio existente entre el mundo de la cultura y el nacionalismo canario, un divorcio que también es patente en gran parte de la sociedad que no ve la cultura como un producto esencial cuando es fuente de conocimiento y promueve el pensamiento crítico. Preocupante.